El cielo se resquebrajó como un cristal... y no pasó mucho hasta que los vientos aceleraron. Aquella brecha parecía, vista desde frente, como mirar dentro de un lago cristalino: no sabías cómo de profundo era y el sentido de la distancia te engañaba. De su interior salió un brazo fantasmal que cortaba montañas, atravesaba arbustos e ignoraba a las personas... todas menos a mí.
Fue solo un instante. Aquel brazo me atravesó el pecho y siguió su trayectoria sin rumbo alguno. Pero ocurrió algo extraño: las arterias y las venas sentían tirones que mandaban la sangre al único lugar al que se podían refugiar: la cabeza estaba a punto de estallarme, y más la cara, que roja se volvía mientras el brazo apretaba mi corazón alejándose de mi cuerpo alcanzando la velocidad de un pájaro huyendo de una explosión. Y es que cada latido venía con su sístole, diástole y onda expansiva.
Y desde entonces, cada noche, el brazo se tambalea kilómetros hacia un lado y hacia el otro... haciendo que las estrellas tiemblen y que las montañas se derrumben ante sus pilares. Que los mares griten furiosos y desafiantes contra los barcos de los solitarios y que las nubes alcancen una rapidez similar a la de un cometa.
El brazo hace de comba entre la brecha y el infinito. Y yo caigo cada vez en aquel lago, sumergiéndome en el más profundo de los sueños del que uno no distingue lo real de lo onírico.
Y menudas garras tiene.
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