Era demasiado tarde. Ya empezaba a ver cosas que sabía que estaban ahí, pero que yo no debía verlas, porque aquello implicaba perder todo rumbo en la vida que tuviese. Y sin embargo ahí estaban aquellos martillos diciendo "MILWAUKEE, MILWAUKEE!!" y golpeándose entre ellos hasta que cayó uno de los dos al suelo y empezó a llenarse de un líquido que parecía ser aceite. No pasó ni medio segundo cuando el otro martillo exclamó:
- ¡Santo Estofado de Imbécil! Los alicates no tienen aceite, ¡sino remolacha! -maldecía una y otra vez mientras se colocaba de nuevo su sombrero de cuero del que se oía el cantar de un cucú amarillo; entonces, con sus manos humanas de seis dedos abrió la puerta del bar y desapareció en la oscuridad.
No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Solo sé que los lápices a los que les estaba sacando punta en ese momento para calmar los nervios estaban empezando a chorrear sangre. Me dolían los lápices, y mucho, como si fuesen mis dedos. Los gusanos de mi cara empezaban a introducirse en mis órbitas; mis piernas no me respondían, pero las ruedas sí (qué extraño, se supone que las ruedas las mandé a reparar esa misma mañana), y empecé a recorrer el bar oyendo risas y sintiendo como mis bolsillos se llenaban de cerveza licuada con moras.
- ¡No pensé que fueses a ser más payaso de esta manera! -gritó el camarero Illianov mientras soltaba una carcajada que siguieron todos los demás- ¡Si lo hubiera sabido, te habría animado a jugar mucho antes!
Y mientras una mujer vestida de gato me abría la puerta y me ayudaba a atravesarla -me había atascado con la cadera, o más bien ancla, de 2 metros de ancho- blasfemaba contra todo aquel que se riese a mis espaldas. Les juré que volvería al día siguiente a reclamar lo que es mío.
Aquel póker de reinas de Edward Glowstone arruinó mi noche. Es la última vez que apuesto mi cordura en una partida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario